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Desde que tengo memoria, pocas personas me han impresionado tanto como José Mujica. No por grandes discursos, ni por promesas vacías, ni por una ambición desbordada. Lo que me conmovió de Mujica fue justo lo contrario: su silencio cuando el ruido era la norma, su humildad cuando el mundo celebraba la ostentación, su manera de andar despacio mientras todos corrían a ninguna parte.
Hablar de Mujica no es hablar de política. Es hablar de la vida. De cómo se puede vivir con dignidad, de cómo se puede ser coherente en un mundo que empuja siempre hacia la contradicción. Su figura ha sido para muchos, y me incluyo, una especie de refugio. Una muestra de que sí, que es posible vivir sin vender el alma.
Pepe nació en Montevideo en 1935, en una familia trabajadora. Su madre descendía de vascos, su padre de italianos. Su historia familiar no fue fácil. A los ocho años, perdió a su padre. Aquello le marcó. Quien crece sin privilegios aprende a mirar la vida con otros ojos. Y Mujica aprendió a mirar con compasión, con atención, con dolor, pero sin rencor.
Nunca fue un niño mimado, ni un joven cómodo. Desde temprano sintió que la injusticia no era una cosa ajena. Veía las desigualdades en los barrios, en las calles, en los rostros de quienes no tenían ni voz ni lugar. En esos años fue formando una idea, o más bien una necesidad: luchar por un país mejor.
En los años 60, cuando Uruguay se estremecía con tensiones sociales, Mujica se unió al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. No lo hizo desde la rabia, sino desde una especie de dolor colectivo. Él mismo lo explicó más de una vez: “No se trataba de tomar el poder, sino de que la gente viviera mejor”. Fue una lucha compleja, clandestina, peligrosa.
Durante la dictadura, fue detenido en múltiples ocasiones. Pasó casi trece años en prisión. Trece. Aislado, en condiciones infrahumanas, en celdas minúsculas, a veces sin ver la luz del sol. Muchos habrían salido de ahí rotos, amargados, deseando venganza. Pero Mujica no. Cuando volvió a la calle, lo hizo sin odio. Decía que el odio es un lujo que no se puede permitir quien quiere cambiar algo de verdad.
A veces me imagino esas noches suyas en soledad, imaginando que afuera el país seguía su curso. Me pregunto qué le sostenía. Tal vez una fe sencilla, tal vez el recuerdo de su madre, tal vez una voluntad callada que no se rinde.
Cuando lo eligieron presidente de Uruguay en 2010, muchos pensaron que sería una presidencia anecdótica, simbólica. Pero fue, en muchos sentidos, una revolución tranquila. No necesitó grandes gestos para sacudir al país. Le bastó con vivir como siempre había vivido: con lo justo.
Nunca aceptó mudarse al palacio presidencial. Prefirió quedarse en su chacra, con su perra de tres patas, con su jardín, con su mate. Con su mujer, Lucía Topolansky, también luchadora, también íntegra. Donaba la mayoría de su sueldo a organizaciones sociales. Viajaba sin séquito. Vestía la misma ropa de siempre.
Me acuerdo cuando lo vi en televisión por primera vez. Hablaba pausado, sin adornos, sin efectos. Dijo algo que aún hoy me persigue: “Pobres no son los que tienen poco, pobres son los que necesitan mucho”. En una sola frase tumbó siglos de lógica capitalista.
Lo invitaron a foros internacionales, a cumbres globales, a espacios donde el protocolo lo es todo. Él llegaba sin corbata. Hablaba como si estuviera en el porche de su casa, mirando el atardecer. Pero sus palabras tenían una fuerza que pocos discursos políticos logran alcanzar.
“Venimos al mundo para intentar ser felices”, dijo en Río+20, “pero el modelo de desarrollo actual está hipotecando el planeta y nuestras vidas”. En ese momento, un silencio incómodo se apoderó del auditorio. Porque lo que decía no era políticamente correcto, pero sí profundamente cierto.
Los jóvenes lo adoraban. No porque fuera moderno, ni porque se hiciera selfies, sino porque encarnaba una forma de ser auténtica. Sin doble fondo. Sin intereses ocultos. Mujica no necesitaba convencer a nadie. Le bastaba con ser quien era.
Recuerdo una imagen que me marcó profundamente: Mujica regando su huerto, mientras todavía era presidente. No había fotógrafos oficiales, ni cámaras buscando la toma perfecta. Era él, simplemente, cuidando sus tomates. Aquella imagen decía más de su manera de entender la vida que cualquier declaración política.
No fue un santo, ni quiso serlo. Se definía a sí mismo como un viejo terco, lleno de errores. Pero había en él una humildad radical. No esa humildad falsa, de cara a la galería, sino la que nace de conocer de cerca la fragilidad humana. Nunca se creyó superior a nadie. Y eso, en un mundo lleno de egos desmedidos, era casi milagroso.
Vivía con lo necesario, y lo decía con naturalidad. No por pose, sino porque realmente creía que lo material no era lo importante. Sus palabras siempre invitaban a mirar hacia dentro, a revisar nuestras prioridades, a preguntarnos si realmente necesitamos tanto para vivir bien.
Hay una ternura silenciosa en Mujica que muchas veces pasaba desapercibida. Cuando hablaba de su esposa, Lucía, se le notaba una dulzura que contrastaba con su voz rasposa. Llevaban una vida sencilla, compartida en el campo, sin hijos pero con una complicidad admirable.
Él decía que el amor también es una forma de resistencia. Que en un mundo que empuja a la competencia y al individualismo, seguir creyendo en el otro es un acto revolucionario. Y lo decía sin cursilería, con la naturalidad de quien ha sufrido, ha perdido, ha luchado, y aún así decide seguir confiando.
Muchas veces pensamos en la política como algo frío, técnico, alejado de la emoción. Mujica rompía con eso. Hablaba con el corazón en la mano. No ocultaba sus dudas, sus miedos, sus contradicciones. Y quizá por eso conectaba con tanta gente, porque mostraba lo que somos todos: personas intentando hacer lo mejor que podemos con lo que tenemos.
Después de dejar la presidencia, muchos esperaban que desapareciera del mapa, que se encerrara en su casa y se alejara del ruido. Pero Mujica nunca fue de esconderse. Siguió participando, opinando, acompañando causas. Desde un lugar más discreto, pero no menos presente.
Iba a universidades, daba charlas a jóvenes, recibía visitas en su chacra. No buscaba el aplauso, sino el diálogo. Le gustaba escuchar, preguntar, aprender. No se ponía por encima de nadie. Cuando alguien lo miraba con admiración, solía responder con una broma, quitándose importancia.
Vivía rodeado de libros, de plantas, de recuerdos. Cada objeto en su casa tenía historia. Era un lugar vivido, no decorado para impresionar. Allí se notaba su esencia: la de alguien que ha aprendido que lo verdadero no se compra ni se vende.
A Mujica lo admiraban personas de todas partes y de todas ideas. Porque representaba algo que va más allá de la política. Representaba la coherencia, la honestidad, la decencia. En tiempos donde la mentira se disfraza de estrategia, su autenticidad era como un faro.
En España, en Argentina, en México, en Chile… muchos le citaban como ejemplo. No por perfecto, sino por humano. Por haberse equivocado y haber aprendido. Por haber caído y haberse levantado sin rencor. Por haberse mantenido firme sin convertirse en piedra.
Yo mismo, que no suelo creer en figuras, ni en héroes, ni en salvadores, encontré en él una especie de esperanza. Me hacía pensar que quizás el mundo no está del todo perdido. Que todavía queda lugar para la integridad, para el compromiso sin fanatismo, para la ternura con coraje.
Mujica no dejó monumentos, ni leyes espectaculares, ni frases grabadas en mármol. Dejó algo mucho más valioso: un ejemplo. El ejemplo de que se puede vivir de acuerdo a los propios valores. Que no hace falta gritar para hacerse oír. Que se puede cambiar el mundo sin dejar de ser uno mismo.
Cada vez que lo veo en alguna entrevista, con su voz cansada pero lúcida, con esa mezcla de cansancio y sabiduría, me invade una emoción difícil de explicar. Como si escuchara a un abuelo que sabe mucho más de lo que dice, pero que no necesita demostrarlo.
Pienso en los jóvenes que hoy buscan sentido, que están hartos de la mentira, del espectáculo, del vacío. Mujica no les ofrece recetas, pero sí un camino. Un camino difícil, pero posible. El de la honestidad, la sencillez, la entrega sin espectáculo.
Hoy, aunque ya no ocupa cargos, aunque los focos lo buscan menos, Mujica sigue siendo un referente. No porque él lo quiera, sino porque el mundo lo necesita. Su voz, su mirada, su forma de estar en el mundo, nos recuerda lo esencial.
No sé cuánto tiempo más estará entre nosotros. Pero sé que su legado no se mide en años, ni en votos, ni en cargos. Su legado vive en cada persona que decide vivir con dignidad. En cada gesto de bondad silenciosa. En cada acto pequeño que nace del corazón.