Physical Address
304 North Cardinal St.
Dorchester Center, MA 02124
Physical Address
304 North Cardinal St.
Dorchester Center, MA 02124
A veces la vida se parte en dos sin previo aviso. Una llamada, una noticia inesperada, y el mundo que conocías desaparece. Recuerdo perfectamente el momento en el que me dijeron que mi padre había fallecido. Tenía 23 años, estaba en la universidad, y nunca imaginé que me tocaría despedirme tan pronto. A partir de ahí, empezó un camino invisible que muchos jóvenes transitamos en silencio: el duelo por un padre cuando todavía somos demasiado jóvenes para entender del todo qué significa el adiós definitivo.
Al principio ni siquiera sabes qué sentir. Estás como anestesiado. Ves a la gente moverse a tu alrededor, te abrazan, te dan el pésame, pero tú estás en otra parte. Como si el tiempo se hubiera detenido justo en el momento en que escuchaste la noticia. Hay una frase que me quedó grabada: “Tu padre ha fallecido esta madrugada”. Cuatro palabras que cambian una vida entera.
Perder a un padre no es solo perder a una persona. Es perder una referencia, una seguridad, una parte de lo que uno cree que es. A esa edad, cuando todavía te estás construyendo por dentro y por fuera, la muerte te descoloca de formas que ni tú mismo sabes explicar. Muchos amigos no sabían qué decirme, otros simplemente se alejaron. Y yo tampoco tenía palabras para contar cómo me sentía. Estaba triste, claro. Pero también enfadado, confuso, y sobre todo muy solo.
Sentía que nadie entendía lo que estaba pasando dentro de mí. Incluso en casa, aunque nos apoyábamos mutuamente, cada uno llevaba su propio duelo a su manera. Yo trataba de no preocupar a mi madre, de no cargarla con mi tristeza, y eso me hizo encerrarme más. El silencio se volvió mi forma de estar. Salía, hablaba, sonreía, pero por dentro todo estaba gris. Recuerdo caminar por la calle con los cascos puestos, sin escuchar nada, solo para evitar conversaciones. Quería desaparecer.
Recuerdo el tanatorio como un lugar donde el tiempo se detenía. Había muchas personas, muchas flores, palabras amables. Pero por dentro, lo único que quería era salir corriendo. Estar allí, viendo a mi padre en ese estado, era como vivir una pesadilla desde la que no podía despertar. A veces la gente se olvida de que los jóvenes también necesitan acompañamiento, también necesitan que alguien les diga que lo que sienten no está mal.
Muchos me miraban como si fuera fuerte por no llorar. Pero no era fortaleza, era bloqueo. Era no saber cómo expresar todo lo que llevaba dentro. Y durante mucho tiempo creí que tenía que seguir como si nada, que la vida continuaba, que había que “ser adulto”. Pero por dentro, todo se derrumbaba.
Recuerdo la mirada de un primo, algo mayor que yo, que se me acercó sin decir nada y simplemente me abrazó. Fue uno de los pocos momentos en los que sentí que no necesitaba explicar nada. A veces, el simple hecho de tener cerca a alguien que no te exige nada es lo único que necesitas para no venirse abajo del todo.
Meses después empecé a tener crisis de ansiedad. No entendía lo que me pasaba. Me costaba dormir, tenía miedo sin razón aparente, me sentía desconectado del mundo. Me costaba concentrarme, y todo me parecía innecesario. Había perdido las ganas, la motivación. A veces simplemente no quería levantarme de la cama.
Lo más difícil era que, desde fuera, parecía que todo estaba bien. Nadie veía mi lucha interna. Iba a clase, salía con amigos, respondía mensajes. Pero por dentro, me sentía como si caminara con una piedra atada al pecho. Una tristeza persistente que no se iba con nada. Incluso cuando lograba distraerme, al final del día volvía esa sensación de vacío.
Ir a terapia fue como encender una luz en medio del túnel. No fue fácil, al principio me costaba abrirme, me daba miedo parecer débil. Pero poco a poco entendí que hablar no es debilidad, es una forma de sanar. Con mi psicóloga descubrí que el duelo no tiene una forma única, que cada uno lo vive a su manera, y que eso está bien.
Me enseñó a dejar de juzgarme por cómo me sentía, a no comparar mi dolor con el de otros, a aceptar que la tristeza forma parte de la vida y no hay que tenerle miedo. Hubo sesiones en las que no pude contener el llanto. Otras en las que me quedé en silencio. Y también hubo momentos de alivio, de risa, de pequeños descubrimientos que me ayudaban a reconstruirme.
Una de las cosas que más me ayudó fue escribir. Empecé un cuaderno donde anotaba recuerdos con mi padre, cosas que me hubiera gustado decirle, pensamientos sueltos. Al principio era muy duro, pero con el tiempo se volvió un espacio seguro donde podía ser yo sin filtros.
Una de las cosas más duras fue ver cómo algunos amigos se alejaron. No por maldad, sino por no saber qué hacer. Me di cuenta de que en nuestra sociedad todavía nos cuesta hablar de la muerte, acompañar el dolor. Pero también descubrí personas nuevas, amigos que se quedaron, que escucharon, que simplemente estuvieron ahí sin juzgar.
Con el tiempo entendí que no hace falta decir mucho para acompañar a alguien. Que un mensaje breve, una visita inesperada, una tarde de series o una cerveza en silencio pueden significar el mundo para quien está sufriendo. También aprendí a ser más compasivo con los demás, a no dar por hecho que alguien está bien solo porque sonríe.
Otra cosa que viví con intensidad fue el impacto de las redes sociales. A los pocos días, algunos familiares publicaron mensajes de despedida. Ver fotos de mi padre con frases emotivas me removía por dentro. Al principio me molestaba, sentía que no quería compartir ese dolor con todo el mundo.
Luego entendí que cada uno vive el duelo a su manera. Pero también aprendí a protegerme. Decidí no subir nada, no comentar. Mi duelo era mío, y necesitaba ese espacio privado. A veces nos sentimos obligados a compartir todo, pero es importante respetar los propios tiempos y límites.
Recuerdo también haber recibido mensajes de personas con las que hacía años que no hablaba. Algunos me sorprendieron para bien, otros me resultaron invasivos. Aprendí a marcar mis propios límites, a decir que no, a elegir a quién abrir mi corazón.
Uno de los momentos más extraños del proceso fue cuando, meses después, me descubrí riendo con unos amigos. De pronto me sentí mal, como si reír fuera traicionar la memoria de mi padre. Me di cuenta de que eso le pasa a mucha gente: sentir culpa por seguir adelante.
Pero vivir no es olvidar. Sonreír no significa que el dolor haya desaparecido. Significa que estamos aprendiendo a vivir con él, que lo llevamos en otro sitio. Mi padre siempre me decía que no dejara de disfrutar la vida. Y eso me ayudó a darme permiso para seguir, para volver a salir, para construir cosas nuevas.
Cada vez que logro una meta, que consigo un trabajo, que viajo, pienso en él. Y sé que de alguna manera, sigue conmigo. No de la forma en que yo quería, pero sí en la forma en que ahora necesito.
Después de todo lo vivido, entendí lo valioso que es poder hablar del duelo, especialmente entre los jóvenes. No es algo que se enseñe en el colegio, ni que se comente en las redes. Pero es algo que todos, tarde o temprano, vamos a vivir. Y cuanto más lo normalicemos, más acompañados nos sentiremos.
He conocido a otras personas que también perdieron a sus padres jóvenes. Compartir nuestras historias fue sanador. Saber que otros entienden lo que tú sientes, sin tener que explicarlo todo, es un alivio. Por eso decidí escribir este texto. Porque si a alguien le puede servir, si alguien se siente un poco menos solo al leerlo, habrá valido la pena.