Francisco, 1936 – 2025: El Papa que eligió caminar con nosotros

A veces una noticia llega con la fuerza de un trueno, incluso cuando llevábamos tiempo intuyéndola. Hoy ha sido uno de esos días. Esta mañana, desde la Casa Santa Marta en el Vaticano, se ha confirmado lo que el mundo entero temía: ha fallecido el Papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, a los 88 años. Y aunque su cuerpo ya mostraba señales de fatiga en los últimos meses, aunque sus apariciones públicas se habían vuelto más esporádicas y su respiración más pausada, su voz seguía resonando. Porque Francisco no era un Papa más. Era, en muchos sentidos, una presencia cotidiana. Un rostro cercano. Un gesto que hablaba sin necesidad de palabras.

Un hombre de Buenos Aires que llegó al mundo entero


Francisco nació en el barrio de Flores, en Buenos Aires, en 1936. Hijo de emigrantes italianos, criado entre aromas de cocina casera y el ritmo apacible del tango que se colaba por las ventanas abiertas. Su infancia no tuvo el brillo de los grandes escenarios, sino el calor de las cosas pequeñas. La fe le llegó como un susurro, no como un relámpago. Y ese tono humilde y constante marcaría toda su vida.
Cuando fue elegido Papa en 2013, lo primero que hizo fue pedir silencio. Y luego, casi en voz baja, pidió que rezáramos por él. Esa imagen aún me acompaña. El nuevo Papa, el primer latinoamericano, el primer jesuita, en un gesto que ya anunciaba lo que vendría: un pontificado hecho de piel, de cercanía, de compromiso con los que duelen.

La Iglesia que prefirió las periferias


Francisco no ocupó la silla de Pedro como quien llega a un trono. La ocupó como quien se sienta en un banco del parque a escuchar. Durante más de una década, transformó no solo la liturgia, sino el tono con que se hablaba desde el Vaticano. Nos enseñó que la Iglesia puede estar donde está el pueblo, sin necesidad de mármoles, sin miedo al barro.
Fue incómodo para algunos. Habló de pobreza, de injusticia, de migración, de medio ambiente, de abuso. No esquivó el conflicto, aunque nunca buscó la confrontación. Su misión fue tender puentes, no cavar trincheras. Y por eso fue amado y también criticado. Porque no se escondió. Porque eligió exponerse.

El pastor que no quiso coronas


Hubo en Francisco una coherencia que resultaba desarmante. Renunció al apartamento papal para vivir en una residencia compartida. Viajó en coches sencillos. Llevaba zapatos usados. Prefería los gestos silenciosos a los grandes discursos. Visitaba cárceles, hospitales, campos de refugiados. Lavó los pies de mujeres musulmanas, cenó con sintecho en Navidad, abrazó a niños enfermos en medio de misas multitudinarias.
No lo hacía para las cámaras. Lo hacía porque creía en ello. Porque sentía que esa era su forma de ser Cristo en la Tierra. Una forma concreta, con nombres propios, con manos que tocan y ojos que miran. Y quizás por eso tantos lo sentimos tan cerca, aun sin haber estado nunca a su lado.

La última etapa, la fragilidad visible


Durante el último año, su salud fue apagándose lentamente. A mediados de marzo se supo que había sido ingresado en varias ocasiones por complicaciones respiratorias. Neumonía, dicen los médicos. Fatiga crónica. Dolor. Pero él nunca dejó de aparecer cuando pudo, aunque fuera en silla de ruedas, aunque fuera para una breve bendición.
Sus palabras eran cada vez más cortas, más pausadas, pero más hondas. “Recen por mí”, repetía. Como si ya sintiera que el final se acercaba. Y nosotros, del otro lado de las pantallas, también lo sabíamos. No queríamos nombrarlo, pero lo sabíamos. Hoy la noticia ha sido confirmada. El mundo ha perdido a uno de sus líderes más humanos. Y el alma, al menos la mía, se ha quedado un poco más huérfana.

El funeral que él mismo pidió


Francisco no quería grandes honores. Lo había dicho muchas veces: nada de ataúdes dorados, nada de ceremonias interminables. Quería sencillez. Y así será. Un solo féretro de madera. Una ceremonia sobria, con espacio para el silencio. Sin títulos grandilocuentes, sin coronas, sin jerarquías visibles. Como vivió, así será despedido.
Las exequias se celebrarán en la Basílica de San Pedro, pero sin pompas. Será un momento para recordar, sí, pero sobre todo para acompañar. Porque eso fue Francisco: compañía. Para quienes dudaban. Para quienes sufrían. Para quienes creían, y para quienes no sabían si creer.

El eco de su voz entre nosotros


Es extraño pensar que ya no escucharemos su «hermanos y hermanas, buenas tardes» desde el balcón central del Vaticano. Que no lo veremos más besar cabezas de ancianos, ni abrazar a niños como si fueran propios. Pero hay algo de él que permanece. Su voz no se apaga con su cuerpo. Sus gestos, sus encíclicas, sus lágrimas, siguen aquí.
Muchos líderes dejan políticas. Francisco deja una manera de estar. De escuchar. De inclinarse. Una pedagogía del amor cotidiano que no necesita dogmas. Porque él no fue teólogo de biblioteca, sino hombre de calle. No fue un Papa para los libros, sino para los corazones. Y eso, en tiempos de tanta distancia, es casi un milagro.

Francisco en el recuerdo del pueblo


Ya comienzan a organizarse vigilias espontáneas en plazas y parroquias de todo el mundo. No solo en Roma. En Buenos Aires. En Madrid. En Manila. En Ciudad del Cabo. Porque Francisco fue global sin dejar de ser local. Hablaba de Cristo, pero también de la factura de la luz. Del Evangelio, pero también de la inmigración. De la fe, pero también de los besos entre dos personas del mismo sexo. Porque para él todo era parte de lo mismo: la dignidad humana.
Hoy las redes se han llenado de fotos suyas. De frases que pronunció. De anécdotas mínimas. De historias compartidas. Desde el panadero de Trastevere que lo veía pasar cada mañana hasta el joven refugiado sirio al que visitó en Lesbos. Todos tienen algo que contar. Y todos lo cuentan con una mezcla de tristeza, gratitud y cariño.

El tiempo de la memoria


A partir de hoy comienza un tiempo nuevo. Un tiempo sin Francisco. Pero también un tiempo en el que su memoria cobrará otro relieve. Sus palabras serán releídas, sus gestos reinterpretados. Habrá homenajes, documentales, biografías. Pero, sobre todo, habrá silencios. Porque su ausencia no es solo institucional. Es emocional.
Me atrevo a decir que pocas figuras en este siglo han tocado tan hondo, tan transversalmente. Lo decían los periodistas, lo dicen hoy las calles. Fue un Papa que no habló desde arriba, sino desde el lado. Que no exigió, sino que propuso. Que no juzgó, sino que acompañó.
Y eso, en tiempos como estos, no se olvida fácilmente.

Saludos 👋

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